Path to the Sky

El día que seguí el tramo de las fresas silvestres pausé en el letrero DO NOT ENTER cuyas pecas de óxido carcomían las esquinas de las vocales. Caminé. El olor de las amenazas huele a piel. Esquivé las ramas y raíces que rayaban mis muslos y palpaba los bolsillos asegurándome de que el celular continuaba conmigo. Era imposible perderse en la jungla siempre y cuando tuviese el teléfono rastreado. Todos estábamos rastreados.   

Me dirigía al observatorio de Arecibo, a ese ojo que miraba al universo desde nuestro patio en Barrio Esperanza. Fue una gran presunción nacional en su época, ahora era un transgresión pública. Cuando nene el mundo entero celebraba aquél plato cóncavo que suspendido por cables conectaba a Puerto Rico con el cielo. 

En la clase de Ciencia que mucho jodía el Profesor Cruz.

“En 1964 el observatorio determinó la rotación exacta de Mercurio. En el 80 detectó al cometa Encke y en el 89 fotografió al asteroide Castalia.” Así recitaba el Profe los logros como si el telescopio fuera humano y tal vez puertorriqueño. Algo sí se quemó en mi memoria. En el 1974 el telescopio lanzó el “Mensaje Arecibo”: un mensaje disparado a extraterrestres, a un cúmulo globular a 25 mil años luz. Me quedé esperando respuesta. Nos quedamos todos.

Una tarde mojada, gotas de agua hacían una sinfonía sobre nuestro techo de zinc. Mi padre escudriñaba al Presidente Clinton, quien se defendía de acoso sexual por televisión. Antes del YouTube, antes del #metoo. De Clinton pasamos a Contact, película que diera protagonismo a telescopio mientras que Puerto Rico se sumía en un rol secundario. Miraba a Jodi Foster navegando nuestras calles. Sentí el orgullo de quien ve su país en las olimpiadas o a Miss Puerto Rico en Miss Universo, sabiendo bien que las medallas de oro o las corona de certámenes no evitarían que Puerto Rico se hundiese.   

¡Y cómo se hundió! En los 2000 amasó una deuda astronómica. Las industrias manufactureras se fueron y con ellas el sueño de clase media de mi padre. Yo fui tras Jodi Foster, Hollywood, la Gran Manzana y cualquier lugar que no fuera este barrio. Pero Puerto Rico también es planeta y su fuerza gravitacional me sembró otra vez a la misma casa, al mismo sofá, mirando a las estrellas por la misma ventana. 

Había pasado un huracán y diez temblores, a Puerto Rico lo gobernaba una Junta de Control Fiscal y el sistema eléctrico colapsaba. En medio de una pandemia, un día los cables de suspensión del telescopio cedieron y el plato aquel, como todo lo que pasaba en la Isla, colapso bajo su propio peso. 

Lo que ocurrió después cualquiera lo pudo haber previsto. En Puerto Rico cada edificio abandonado es una oportunidad de bienes raíces y a cada playa, el patio de los extranjeros. Lo recuerdo como si fuera hoy. 2025. Le robaron su dignidad y transformaron al observatorio, sus torres y sus edificios aledaños en un centro de convenciones. Sí, con hoteles interconectados, varios anfiteatros con vistas panorámicas y la atracción mayor cuyo nombre bautizaba aquel desarrollo industrial de la década: Path to the Sky. Si en cierta forma era un guiño a la encomienda que tuvo el telescopio en algún momento, su referencia tenía raíces en un objeto menos pretencioso: un videojuego. Esa era la verdadera audiencia que seducía aquella ilusa administración: a los gamers que escondían sus fortunas en una nación que ni conocía lo que era una moneda digital ni les cobraba por vivir, jugar y ensuciarnos la tierra. Así era la Isla. Así es.  

Tomó diez años de construcción. Condujeron giras a embajadores y marcas internacionales. Prometieron miles de empleos de duración limitada. Delegaciones de varias naciones visitarían y las multinacionales nos auspiciarían otra vez. El anuncio en tv, radio y streaming sigue en mi memoria. “PATH TO SKY: EXPLORE RANDOMLY GENERATED ISLANDS,” sí, porque eso era Path to the Sky, un jueguito, un simulacro exploratorio de islas virtuales que a nosotros nos sabía hiel. 

 El evento de inauguración ocurrió en verano, en una velada esperada por inversionistas, accionistas y, sobre todo, por los rostros sucios pero risueños de nosotros los residentes de Barrio Esperanza. 

 “Nene, salte del medio,” dijo Papá quien ya estaba viejo y tosía sin remedio. Me moví y desde la sala juntitos y con ese friíto de montaña vimos la inauguración por la tele.  Invitados de cuanta esquina global. Actores, actrices, presidentes, auspiciadores y diputados. Un espectáculo de luces y fuegos artificiales sobre escenarios que transmitían a cuanto aparato mundial el futuro de la isla en mano de aquellos atletas digitales. Cantaron varios himnos nacionales. El nuestro fue el último y el que se quedó fuera de las grabaciones.   

 Encendieron la atracción principal: un tranvía que viajaría unos 100 metros hacia el cielo en símbolo de las transmisiones que un día envió el telescopio al espacio sideral. En el vientre de la nave, cámaras mostraban a gente de todas las edades, colores y creencias. En segundos, Papá y yo veríamos desde nuestra casita la transformación de sus rostros de sorpresa a terror y luego alivio cuando aquel tranvía vertical regresara salvo y sano a la base. El cronometro contó en retroceso. 

 

Tomada de Youtube

10, 9, 8, 7

 

Los auspiciadores e inversionistas sudaban todo el licor que habían consumido. 

 

6, 5, 4

 

Los invitados de los palcos vociferaban.

 

3, 2

 

Los residentes de la isla miraban por móviles o tabletas portátiles. En casa nos comíamos las uñas. 

 

“Coño, Madre de Dios”, suspiré entre mis dientes. 

1

 

Ya transgredir esos vericuetos al centro del observatorio, pisar el letrero oxidado que leía Path To The Sky o convertir un gran PUÑETA en ecos en uno de los anfiteatros cubiertos en lianas o moriviví no hacía gracia. Había pasado mucho tiempo. Mis transgresiones simbólicas que pretendían rebeldía en realidad solo eran actos de ocio. Es que, cuando aquella noche, se desfiguraron los rostros del gobernador y los congresistas, cuando los gamers miraron aterrados al tranvía estancado a medio andar, cuando en silencio las acciones de las compañías que apostaron una puta vez más en la Isla se desplomaron, cuando aquellos remolques tuvieron que estirar sus palancas de acero y remover a los transeúntes traumatizados de aquella montaña rusa, cuando nos dimos cuenta de que ni el carbón, ni el gas natural, ni las placas solares, ni los molinos de viento pudieron energizar aquel energúmeno del desarrollo, cuando contamos en retroceso y vimos a toda la isla sumirse en una oscuridad escalofriante, supimos que no tendríamos nada y nos sobraría solo una cosa: tiempo. Vendríamos a escupir, a maldecir, a rememorar y luego regresar a las faenas que tendrías que hacer secula seculorom para pagar la deuda de nuestros antepasados con el mundo. 

El celular vibró. Era hora de regresar. Hora de refracción. Calabaza, calabaza. Apagué el teléfono como si así pudiese dejar de estar rastreado. Me quité la camisa y coloqué mis manos en mi boca para amplificar mi dolor. El dolor de la ilusión, el dolor de la abnegación, el dolor de la Isla robada. Desde el fondo de mi estómago pero originándose en algún lugar del tuétano salió en forma de lirio y con los colores de la bandera un gran ¡¡¡PUÑETA!!! 

 Callaron los coquíes. El celular regresó a vibrar. Hora de la refracción. 

 Calabaza, calabaza. Cada quien a su casa.

Publicada por Revista Evento Horizonte.